Lo leía por entre las líneas de sus manos y las arrugas de su rostro. De tanto hacerlo, aprendí a este hombre como si fuera mi lengua materna. Y no fue necesario mucho tiempo hasta que los pensamientos míos empezaran a ser casi todos en ese idioma-él surrealista, dialecto-criatura sinestésico, lenguaje-ente sinfónico. De ahí para que mis acciones se hicieran suyas fue un saltito, no más, y ya ni siquiera sabía que era yo y que era él, y no podría decir que lo que existía allí era un nosotros porque, en realidad, yo no fui casi nada mientras lo tuve en mi vida.
(...)
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